La casualidad me dio la fortuna de presentarme a un caballero. Un hombre alto que cuando habla expresa ideas claras y contundentes, pero no sin el peso de sentir con empatía el significado y las consecuencias de estas. Detrás de ellas se percibía el ejercicio de la reflexión profunda protegida por el faro de los valores firmes y enriquecida por la disciplina de la independencia intelectual. Seres escasos estos caballeros, me quedé pensando en la semana.
Golda Meir, primera ministra de Israel entre 1969 y 1974, la mujer a la que la guerra le exigió transformarse en la Dama de Hierro y que pasó a la historia como una líder icónica, dijo una frase que este caballero me mostró: “Cuando llegue la paz, tal vez con el tiempo podamos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, pero nos resultará más difícil perdonarlos por habernos obligado a matar a sus hijos”.
El mensaje es muy poderoso. Los dolores de la vida son difíciles, pero hacen parte de la naturaleza, del acuerdo al nacer. Son duelos y lecciones sin culpa. Los dolores de verse llevado a ser quien no se quiere ser, a desfigurarse, parecen demoledores. Así interpreto esta reflexión de Meir.
Aún más lejos: los dolores de los valores... ¿esos no atormentan la paz interna para siempre? Por eso quizás las decisiones duras se toman con serenidad, porque, como decía mi abuelo Fernando Gómez Martínez: “Duelen en el alma, pero no en la conciencia”.
Sin embargo, mi inconformidad llega cuando contrasto las historias de estos caballeros con coyunturas actuales. En la época de caballeros/damas, una persona dejaba el cargo de liderazgo para limpiar su honra si era inocente pero había un manto de duda. Y, más allá de la sanción social, dejaba su rol ante investigaciones de corrupción, pues era una vergüenza deshonrar la nobleza del cargo.
Me siento una generación de transición. Escuché a mi padre, Alfonso Ortiz, contar la historia de haber entregado con lágrimas El Rancho, su primera finca, a “puerta cerrada” porque aunque para no venderla había pedido una cifra que creía desbordada, la respuesta de Javier Jaramillo, el comprador, fue la adquisición, y él, en esa coyuntura, debía “honrar su palabra”. Jaramillo lo habría visitado después en la oficina con un cheque adicional porque “Alfonso, tu finca valía más y aquí tienes el resto”. Y sellaron una amistad hasta la muerte.
Crecí imaginando un elefante en la Casa de Nariño mientras Ernesto Samper era presidente. Vi a personas “normales” hacer negocios con la mafia porque eran “avispadas” y jactarse de esos dineros con tantas vidas perdidas en las manos. Cubrí como periodista cuando la junta en pleno de Empresas Públicas de Medellín (EPM) por dignidad y principios le renunció a Daniel Quintero, siendo alcalde de Medellín. Y escribo esta columna entre numerosos señalamientos al presidente Gustavo Petro, con una historia violenta ya de por sí difícil de conciliar, y de algunos de sus colaboradores que asustan con razón, incluso a sus compañeros de mesa ministerial. ¿Y quién renuncia?
El caso de EPM en Medellín. Que una junta directiva se levante en su totalidad denunciando corrupción no tuviera como consecuencia la renuncia del gerente e incluso del alcalde y, por el contrario, se convirtiera en la oportunidad perfecta para tener un control absoluto, poniendo nuevos aliados en ella, me puso a pensar. Retirarse era un acierto desde los valores. Era coherente desde la mente de estos caballeros/damas. Pero la sorpresa fue el cinismo de la contraparte, para quien eso no contaba. Estaban en lógicas distintas.
Por eso valoro tanto encontrarme un caballero. Celebro en ellos la transparencia de sus valores generosos, la precisión de la palabra, la sensibilidad ante los hechos, la coherencia en la acción, el valor de ser el mismo, la serenidad para asumir las consecuencias. Celebrar y formar damas y caballeros modernos apoya un camino recto de país sin desvirtuar su alma.
@MOrtizEDITORIAL