Estoy furiosa; o quizás más que furiosa, cansada con las peleas internas del feminismo. Sí, de ese feminismo en movimiento, de ese feminismo plural que está generando tantas disputas inútiles que nos cuestionan sin parar y que se inventa debates complejos que me parecen, de alguna manera, prematuros. Quizás prematuros no, pero sí algo inútiles en los actuales contextos colombianos, cuando tantos problemas vitales siguen afectando a la gran mayoría de mujeres, niñas y adolescentes colombianas.
Y es que hoy, las críticas, las burlas, las etiquetas y hasta las denuncias están asediando la vida de muchas feministas sin que entendamos bien por qué. Ahora entonces muchas nos volvimos transfóbicas, defensoras del esencialismo y del heterosexualismo, y no falta nada para que ya seamos tildadas de feministas trasnochadas que no aceptan perder el lugar hegemónico que tuvimos hace unos 30 o 40 años. Todo esto porque en un debate quizás tuvimos la audacia de cuestionar algunos propósitos casi incomprensibles...
Y les cuento que hoy, a la hora de escribir esta columna, ya no sé si soy una feminista blanca o, como lo decía la pakistaní Rafia Zakaria, una mujer blanca que es feminista. Y sí, es cierto: no soy una feminista negra, no soy una mujer lesbiana, tampoco trans, soy de estrato cuatro, mi feminismo nació en la Universidad Nacional de Colombia, tengo un acento (y con un acento francés, parecería imposible defender un feminismo decolonial) y vivo en Quinta Camacho.
Y bueno, me volví feminista con mi historia, como la mayoría de nosotras; como Piedad Córdoba, una mujer que también se volvió líder política y feminista con su historia, porque hay miles de maneras de nombrarse feministas, porque hay miles de historias y porque las mujeres somos afortunadamente diversas, aun cuando siempre he sostenido que al mismo tiempo compartimos todas una secular historia de subyugación: dos historias que se superponen. Pero parece que hoy, al fulgor de los debates, hay unas feministas más feministas que otras.
Lo que no acepto es que estos debates nos lleven a disputas irreconciliables, disputas que además sirven de manera muy oportuna a todos y todas los y las enemigas del feminismo.
Y claro, con ese panorama el feminismo pierde su centro y su corazón que antes nos reunía; pierde un propósito magistral que era ante todo combatir esta estructura patriarcal, colonial y feudal que resiste aún tanto y que buscaba, y sigue buscando, por cierto hoy con más dificultad, mantener a las mujeres en un estado de sometimiento paralizante.
Y por supuesto que reconozco diferencias entre las luchas de las mujeres blancas y las de las mujeres afrodescendientes, las luchas de las mujeres blancas y heterosexuales y las luchas de mujeres negras o trans, las luchas y disputas casi insolubles alrededor del fin de identidades estables y la posibilidad, para cada uno y cada una, de inventarse una identidad, sin nombrar otros debates contemporáneos del feminismo. Pero lo que no acepto es que estos debates nos lleven a disputas irreconciliables, disputas que además –y lo había señalado ya muchas veces– sirven de manera muy oportuna a todos y todas los y las enemigas del feminismo y de las feministas.
Y mientras peleamos, se sigue asesinando a mujeres por el hecho de ser mujeres –mal contados, un feminicidio diario, o sea, casi 300 al año– y se sigue aguantando una justicia lenta e incapaz de responder a ese drama que debería ser un asunto de Estado; siguen bien abiertas las brechas de género en lo político, lo laboral y lo educativo, que, según experticia de ONU mujeres, no se cerrarán hasta dentro de unos 280 años, y sigue siendo una realidad la doble jornada de trabajo de miles y miles de mujeres colombianas.
FLORENCE THOMAS
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad