En la primavera, las plantas de otros climas, tropicales y mediterráneos, salen del invernadero para ser exhibidas alrededor del jardín.
Árboles cítricos de Birmania. Laureles rosados. Cipreses surafricanos. Y unas elegantes palmeras que dominan el panorama. Algo así como un centenar de plantas. Todas ellas sembradas en gigantescas cajas verdes que las hacen más monumentales, ahora puestas a un lado del camino que, 48 horas antes, había recorrido en mi jogging mañanero.
Son parte de la famosa colección de L’Orangerie, el invernadero del Jardín de Luxemburgo, uno de los corazones de París, y cuyos encantos motivaron mi reciente afición temporal a lo que los ses llaman le jogging cuando me acerco a los setenta años.
Nunca me atrajo la práctica de trotar. En el colegio, huía de los días de gimnasia. Mi condición asmática, descubierta tardíamente, fue una barrera a cualquier impulso atlético –me cansaba antes de arrancar–.
Al contarles a mis hijos sobre mis nuevas correrías, su primera reacción fue de incredulidad.
No hay riesgos de que yo vaya a seguir la experiencia de Murakami. La sola diferencia de años es un impedimento infranqueable.
"Compra zapatos adecuados", me dijo uno. Sin mucha experiencia, a tan avanzada edad, hay que tener mayores cautelas. "Quienes caminan, van más rápido que yo", fue mi tranquilizadora respuesta. "Si la cosa es en serio", me dijo otro, debes leer las memorias de Haruki Murakami, el japonés que dejó el jazz y el bar que él atendía para convertirse en escritor mientras abrazaba el mundo de las maratones.
Murakami comenzó a correr en serio cuando tenía apenas treinta y tres años. Lo hizo para mantenerse en forma, frente a la quietud estacionaria de su nueva carrera de novelista, y para combatir la eventual decadencia de sus facultades mentales, el temor de todos. Abordó así la escritura como una actividad física, sometiendo su cuerpo a la rigurosa disciplina, casi diaria, del jogging, y a duras pruebas maratónicas con distancias que se prolongaban, hasta la carrera de cien kilómetros en el lago de Saroma en Japón, que le dejó duraderas lecciones sobre el sinsentido de la vida.
No hay riesgos de que yo vaya a seguir la experiencia de Murakami. La sola diferencia de años es un impedimento infranqueable.
En su autorretrato, sin embargo, Murakami describe algunos de los placeres que le acompañan en sus correrías con los que me identifico: visuales y contemplativos. Para mí, el jogging ha sido la ocasión para de gozar los amaneceres en mis breves días en París, cuando, de manera ritual, recorro la plaza de la Sorbona, le hago honores al zapato derecho de la estatua de Montaigne y, sobre todo, disfruto del Jardín de Luxemburgo.
En pleno día, el Jardín de Luxemburgo ofrece un verdadero espectáculo de deleite democrático. En el amanecer solo hay joggers. Muy pocos. Les observo mientras me sobrepasan con su trote más rápido y más juvenil. Pero mi atención se fija distraída en el panorama fascinante y variado del parque –aquí, una especie de bosque de castaños gigantes; allá, la fuente octagonal que reina en el jardín; en una y otra dirección, caminos curvos alrededor de zonas verdes con árboles majestuosos y, por todos lados, flores y monumentos (más de cien estatuas) que honran las artes y las letras, y la libertad, y sillas por doquier para el goce del público–.
Para Murakami, el jogging fue una forma de "buscar la soledad de manera activa". Lo descubrió, además, en un momento transformador de su novedosa vida de escritor. "Corro, luego existo", observó al recordar las agonías de su maratón más larga. Perseveró a pesar de las dudas. Para mí, ha sido apenas una afición pasajera que, en la buena compañía de sus memorias, me sirvió para apreciar mejor un gran jardín de una gran ciudad.