En el mundo de la inmediatez y de la sobreinformación, el tiempo cobra un valor especial. Por lo que el tiempo libre, en lugar de ser visto como un descanso necesario, es percibido por muchos como “tiempo perdido y desperdiciado”, ya que no estamos obteniendo el “máximo de nuestra productividad”.
Si bien copar la agenda con tareas amplía el espectro de actividades que desarrollamos, no nos damos cuenta de que ello casi siempre va en detrimento de la calidad y profundidad de lo que hacemos. Al igual que los deportistas, el sobre entrenamiento no solo nos puede generar lesiones, sino que, a la larga, reduce nuestra productividad.
Además, a medida que nos llenamos de ocupaciones, automatizamos el quehacer y perdemos de vista el sentido, el para qué lo estamos haciendo. Es como si estuviéramos encima de una trotadora, donde no dejar de movernos no necesariamente es sinónimo de avanzar.
El síndrome de “burnout”, o estar quemado, cada vez es más frecuente en nuestra sociedad. El agotamiento por estrés nos lleva a situaciones en las cuales simplemente se nos “acaba la pila”.
No nos damos cuenta de que el aburrimiento es el punto de partida para la conexión con uno mismo, y que es lo que enciende el motor que nos mantiene en movimiento.
No existe evidencia de una correlación entre productividad y número de horas trabajadas. Por el contrario, cuando se reducen los horarios laborales, lo que la experiencia muestra es que se produce un aumento en la productividad. La historia de Ford ilustra muy bien este punto. Durante la Revolución Industrial, las jornadas laborales estaban entre diez y dieciséis horas diarias. Fue esta empresa automotriz la primera compañía en reducirla a ocho horas, con un resultado sorprendente: no solo aumentó la productividad por hora de los empleados, sino que, además, la firma duplicó sus ganancias en dos años.
En la actualidad, el nivel de exigencia se ha venido adaptando a la hipervelocidad de los clics y las pantallas, pero esto no significa necesariamente que las capacidades individuales lo hayan hecho de forma paralela ni que lo puedan hacer. Y es precisamente este bache, unido a la obsesión que tenemos de controlar todo a nuestro alrededor, lo que ha aumentado, de manera significativa, el nivel de estrés en la población.
Cuando nos metemos en el frenesí de la vida moderna, no nos queda espacio para “ser” ni para “pensar”. Olvidamos que la creatividad y la innovación vienen de la posibilidad de sorprendernos, de hacernos preguntas, de dejar volar la curiosidad y la imaginación. Desconocemos que el propósito viene de la reflexión. No nos damos cuenta de que el aburrimiento es el punto de partida para la conexión con uno mismo, y que es lo que enciende el motor que nos mantiene en movimiento, porque para salir de ese estado nos vemos obligados a hacer cosas nuevas.
Muchas veces no nos damos tiempo para “ser” humanos, para sentir, para enamorarnos, para tener una buena conversación, para deleitarnos con un atardecer. Es importante que tomemos conciencia del valor que tiene permitirnos “ser”, disfrutar a las personas que tenemos al lado y las bellezas que la vida nos ofrece cada día. No podemos olvidar que la vida vale la pena ser vivida, en gran parte, por lo que produce en el interior “sentir”.
¿No será que es momento de asociar mejor el concepto de “productividad” con la posibilidad de utilizar el tiempo de manera eficaz que con la idea de llenar la agenda con tareas? ¿No será que es momento de darle valor al tiempo que invertimos “siendo” y “pensando”, y no solo al que invertimos “haciendo”? La felicidad, en un sentido más profundo, se asocia con el concepto de “satisfacción”, y esta se consigue más fácil cuando hay un equilibrio entre el “hacer”, el “pensar” y el “sentir” que cuando se alcanza mucho de uno a costa de los otros dos.
JULIANA MEJÍA