Quién aquí es capaz de negar nuestra violencia: la violencia colombiana, tan humana y tan particular, que nos tiene repitiendo este día perpetuo que es el trauma. Quién aquí es capaz de negar nuestra violencia de género, llena de sevicia, que esta semana terminó en el transfeminicidio de Sara Millerey González; nuestra violencia estatal, de estatutos de seguridades a seguridades democráticas, que hoy nos tiene rogando por medicamentos; nuestra violencia económica, que aún nos esclaviza; nuestra violencia psicológica plagada de calumnias, estigmatizaciones y lapidaciones –"no hay que ir a la pelota sino al hombre", le enseña Cohn a Trump en el primer acto de la película El aprendiz–, y nuestra violencia política de cortes de franela, de secuestros, de masacres, que ya va en la banalidad.
Esta es la semana, la historia, la tierra de las víctimas. Y basta convertir las cifras de la guerra en personas como uno –insomnes que rezan a su modo– para entender con el estómago la gravedad del asunto: 461 firmantes de paz y 1.741 líderes sociales asesinados en estos ocho años de pacto con las Farc.
Basta enterarse de que a Jaime Benítez, presidente del Consejo Municipal de Paz de Tame, Arauca, le pegaron seis tiros por la espalda en la puerta de su casa en la calle 13, para preguntarse si están sirviéndonos de algo los llamados a la paz.
Más allá de "la batalla de las narrativas", hay liderazgos sobrios que siguen convenciéndonos de una reconciliación que quizás no sea mañana, pero sin duda va a ser.
¿Estamos escuchándolos? ¿Para qué damos la vida por una cultura colombiana de la paz si sigue en pie la cultura colombiana de la aniquilación? ¿Está dándose día tras día, a paso humano, una cultura de la terapia? ¿Está abriéndonos los ojos la noticia de que la JEP acaba de imputar a 28 militares retirados por 604 "falsos positivos" en la Costa Caribe? ¿Valieron la pena los apretones de manos del Frente Nacional, la Constitución de 1991 y los acuerdos del Teatro Colón, que cumplen ocho años, ¡ocho!, en un planeta en el que los acuerdos suelen cumplir cinco? ¿Han sido comprendidas emocionalmente las crónicas del Centro de Memoria Histórica, los testimonios de la Comisión de la Verdad, los hallazgos devastadores de la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos desde La Escombrera hasta la isla Calavera en el mar Pacífico? ¿Seremos menos sectarios después de haber tenido un presidente que dejó las armas? ¿Ha sido útil la justicia antes de la justicia que supieron hacer piezas del rompecabezas de nuestra cultura como La vorágine, La casa grande, El Bogotazo, El cristo de espaldas, Los obispos muertos, Espuma y nada más, El río de las tumbas, Cóndores no entierran todos los días, A lomo de mula, Noche de lobos, La siempreviva, Armas y urnas, El olvido que seremos, Labio de liebre, El Testigo, Hasta que amemos la vida? ¿Servirá alguna vez haber insistido en los pactos de paz?
Yo creo que sí. Este diario llamado al diálogo está sirviéndonos poco a poco a poco. No es fácil verlo, pues todavía hoy, a estas alturas de Colombia, hay políticos que vuelven guerra hasta el homenaje del 9 de abril a las víctimas, se habla de 55.000 desplazados en el Catatumbo del 2025 y se denuncia que el Eln tiene 68 secuestrados en sus feudos. Y, en el contexto del desconocimiento de los logros del pasado, la voluntad de paz del Gobierno se le ha resistido de modo demencial a la cultura de paz que empezó hace más de cuarenta años. Pero también está el esperanzador acuerdo con los Comuneros del Sur. Y sobre todo, más allá de las pugnas oficiales, más allá de "la batalla de las narrativas", hay liderazgos sobrios que siguen convenciéndonos de una reconciliación que quizás no sea mañana, pero sin duda va a ser.
Pregúntenles a los 11.754 firmantes si ha valido la pena vivir aquí, fuera de la guerra, en la paz asediada pero cierta de estos ocho años que jamás se dan.