El envejecido señor Lehder, que alguna vez fue un volátil miembro del cartel de Medellín y el ideólogo del neonazi Movimiento Cívico Latino Nacional, aprovecha la prescripción de su condena para gritarnos su propio "¡viva Colombia!". Cómo se ha manoseado ese pobre grito. Ya solo tiene algo de fuerza cuando se le lanza a la selección de fútbol que está jugando a ratos. Quizás ha perdido sentido de tanto escuchárselo a nuestros falsos redentores: gritan "¡viva Colombia!" los narcos que prefieren una tumba en esta tierra, los políticos veintejulieros que estafan plazas repletas de frustrados, las guerrillas que entran disparándoles a las gentes del pueblo que defienden a muerte y los paramilitares que alguna vez juraron que el pueblo les había conferido "la irrenunciable tarea de refundar nuestra patria".
Creo que a la Colombia del siglo XXI, que no tiene excusa para desconocer su violenta historia, pero se ha dejado extraviar en “las narrativas”, tendría que reunirla el propósito de jubilar a sus refundadores. ¿Para qué están transmitiéndonos el juicio al expresidente Uribe –que no ha sido un juicio sino un "quién es quién" del paramilitarismo condenado por el paso de los años– si no es para concluir que los salvadores de unos son los verdugos de los otros? ¿Para qué están transmitiéndonos los consejos de ministros del presidente Petro, monólogos paranoides que dedican la misma energía a victimizar que a victimizarse, si no es para comprender que estos redentores tienden a crucificar a sus pueblos? En el país de donde vengo yo, o sea el país sitiado del siglo XX, ya está claro que refundación es sinónimo de ruina.
Basta asomarse a cualquier Historia de Colombia, de la Patria Boba a la Patria Traumatizada, para constatar qué nos ha sucedido cada vez que los unos han gobernado desconociendo a los otros.
Ya habla, Petro, como si se le hubiera acabado el tiempo. Ya es expresidente.
Qué desazón escucharle al presidente de la República que su peor error no fue su liderazgo enajenado, ciego a la mediocridad, a la corrupción y a la violencia que desencadena, sino el nombramiento de aquellos ministros liberales que les probaron a petrófobos e incrédulos que la idea era hacer un buen gobierno. Ya habla, Petro, como si se le hubiera acabado el tiempo. Ya es expresidente. Nada queda de ese primer semestre en el que sus gestos políticos –sus acercamientos a los rivales, sus reivindicaciones, sus discursos– tenían sentido porque sucedían en el contexto de la reconciliación nacional: “¡Viva Colombia!”, gritaba, y no se lo gritaba a su veintipico por ciento, sino a este país a punto de resignarse a los políticos que no arman los líos. Ya no es así. Ya grita solo. Ya es parte de la amarga galería de los fundadores de lo fundado.
Su peor error fue echar a esos ministros: no solo porque perdió a un círculo de líderes liberales que eran sus iguales, sus mejores, que le aceptaron semejantes cargos sin gloria porque han vivido honrando su vocación a servirle a la justicia social, y creyendo en el pacto del liberalismo con la izquierda, sino porque entonces quedamos notificados de que estábamos en las manos de otro emancipador, de otro hijo de Bolívar que no creía en los reformistas, sino en los refundadores. Todo lo que estuviera en crisis por mil y una razones –la salud, la energía, la educación, la infraestructura, la paz– sería refundado hasta su ruina bajo los gritos enardecidos de los falsos comuneros: “¡Viva Colombia!”, se escucha en las inquisidoras redes que desconocen la historia de las luchas sociales, “¡viva Petro y muera el mal gobierno!”.
De acuerdo: que nos reúna el reconocimiento de que este ha sido un Estado hostil. Pero también la moraleja de que no hay que pervertirlo ni estropearlo, sino llenarlo de cordura y de decencia.