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¿Qué podemos hacer –reducidos a pacientes– mientras tumban un sistema que cojeaba pero llegaba?

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Quién lo iba a creer: la Tierra sigue girando alrededor del yo. Hace cinco años, cuando la pandemia nos preguntó, ventana por ventana, qué clase de vida queríamos vivir, se llegó a pensar que saldríamos de esa bruma dispuestos a la convivencia. Anhelábamos un Gobierno que no inventara enemigos, sino que convirtiera la solidaridad en política pública. Éramos el país que sumaba cifras de masacres a las cifras de contagios y de muertes, pero tratábamos de servirnos los unos a los otros: la revolución era la compasión. Dábamos las gracias –todos reducidos a pacientes– por el coraje de los médicos. Padecíamos una presidencia uribista, envanecida e indiferente a las protestas de los ninguneados. Íbamos mal. Y, sin embargo, el sistema de salud, o sea esa suma de vocaciones al cuidado, terminó sacando adelante la vacunación.
(Le puede interesar: Batalla).
Cinco años después, hemos ido de esa Patria Boba a esta Patria Loca. Hubo gente, en plena cuarentena, que lo vio venir, pero yo me negué a creer que aquella mezquindad fuera a volverse esta vileza.
Cinco años después, cuando esta presidencia ha separado lo poco que unió la pandemia, hacemos lo que podemos para lidiar la peste del fanatismo que no escucha razones porque persigue enemigos, nos vamos a dormir a bordo de un avión piloteado por un kamikaze, sumamos las cifras de masacres a las cifras de pacientes abandonados a su suerte, y tratamos de sobrevivir a una reforma del sistema de salud plagada de erratas –sí, ya se hizo, y se hizo con sevicia, y salió mal– que tiene gritando plegarias al pueblo de la consigna "el pueblo es el que manda". Cinco años después, tanto el cuerpo como el alma de 31 millones de colombianos están en manos de EPS intervenidas e injuriadas por el Gobierno. Y lo mejor, me decía un amigo el otro día, es no esperar nada de estos líderes enajenados: lo mejor es servirnos los unos a los otros.
Es mejor denunciar, con calma. Vacunarse, o sea llenarse de ficciones que retraten lo humano, contra el fundamentalismo que se va tragando el cerebro. Cuidarnos los unos a los otros.
Es, de nuevo, un momento definitivo. En una intervención delirante aplaudida por una corte resignada a la deshonestidad intelectual, en la que se vaticinó a sí mismo un par de golpes de Estado, pero siguió despreciando a muerte la orden de la Corte Constitucional de refinanciar el sistema, el presidente anunció que no va a usar nuestro dinero para pagar nuestra salud. ¿Y si la gente se sigue muriendo, sin citas ni medicamentos, en esas filas inhumanas? Habrá que llorarla. Y en la cabeza del jefe del Estado, que piensa mal en voz alta, será culpa de expresidentes, exministros, EPS, farmacéuticas, congresistas, medios y críticos llenos de codicia. ¿Qué nos queda por hacer –todos reducidos a pacientes– mientras tumban un sistema que cojeaba pero llegaba? Responder en paz. Ser claros. Ser cuerdos.
No atar la rutina al vaivén nervioso del presidente: dejar de jugar ajedrez con un hombre que está jugando ruleta rusa. Es fácil perderse detrás de un yo megalómano que, de acuerdo con las clasificaciones que encontró Neurosis y psicosis hace cien años, tiende a arrastrarnos al conflicto de su moral con sus pulsiones. Es mejor denunciar, con calma, su necedad. Pedir lo mínimo: un gobierno serio, adulto, demócrata, que respete los fallos de las cortes. Vacunarse, o sea llenarse de ficciones que retraten lo humano, contra el fundamentalismo que se va tragando el cerebro. Cuidarnos los unos a los otros. Vivir como si estuviéramos superando entre todos una pandemia o como si viajáramos juntos en un avión en turbulencia, y entonces ya no vinieran al caso los prejuicios, y nos igualara la experiencia humana, y solo tuviera sentido la solidaridad.
Podríamos dejarnos llevar por esta Patria Loca que prefiere contar muertos a darles la razón a los expertos. Pero es mejor parar hasta que los gobiernos dejen de jugar con nuestras vidas.

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