Si alguien les pregunta qué día es hoy, díganle, por favor, que es el Día Mundial de las Enfermedades Raras. Porque a los 92.745 colombianos que las resisten, jornada tras jornada, les ha tomado por sorpresa amanecer con vida este viernes 28 de febrero. Su rutina es, palabras más, palabras menos, sobrevivir al saboteo diario del sistema de salud: padecer en carne propia las noticias que a los demás nos indignan. Y todo indica que esta presidencia repentista e infeliz, que no bombardea niños ni mutila jóvenes, pero sí asedia pacientes para probar un punto, ya se fue así: ya ha pasado de decirnos qué hay que hacer a repetirnos qué había que hacer, y mientras tanto la gente que juró defender le ruega y vuelve a rogarle a Dios –pues ya ha agotado todos los malditos recursos– que haya cita y haya tratamiento y haya remedio a la vista.
No hay que estar enfermo, ni vivir con el dolor de un hijo, ni ser alguno de esos profesionales de la salud que cada día se ganan los aplausos que les dimos en pandemia, para pegar un sublevado grito de auxilio: Diego Gil, el director ejecutivo de la Federación Colombiana de Enfermedades Raras, lo pegó el martes en la Comisión VII del Senado de la República con la ilusión de que no lo vieran como un representante de ninguna oposición, ni un intermediario de los críticos de aquella reforma que mientras no se dé se reduce a desmontar –a desfinanciar– lo que había, sino como la voz de estos colombianos de todas las edades y las suertes que están muriendo entre la escasez de medicamentos. El grito está aquí. ¿Puede oírlo, en medio de su ruido diario, este gobierno que prefiere tener la razón a la cordura?
¿Qué tan posible es que esta presidencia, que no ha querido ser una istración de lo nuestro, sino un relato irracional e hipnótico, un evangelio sin milagros, caiga en cuenta de que su soberbia no está castigando a las EPS discutibles sino a sus pacientes?
No está aún en el radar de los candidatos a la presidencia ni de los aspirantes al poder, pero cada día salen más y más y más pacientes a dar sus testimonios agónicos.
¿Qué tan viable es que hagamos silencio para escuchar al escritor entrañable Pablo Ramírez, diagnosticado con el síndrome poliglandular autoinmune tipo 1, que afecta a un 0,0003 por ciento de la población mundial, cuando advierte que la "danza macabra" que ha sido su vida no tendría futuro si él estuviera viviendo en Colombia?
Más allá del ruido irresponsable e inescrupuloso, más allá de los antipetrismos o de los antiuribismos de la semana, podemos constatar entre todos que 29 millones de ciudadanos nuestros están en manos de las EPS intervenidas por el Gobierno, que el ministerio está eludiendo el auto de la Corte Constitucional que le ordena el reajuste de la UPC, y que, como probó una minuciosa investigación de La W, en los últimos dos años se ha estado saqueando al sistema a punta de empresas de papel. Hay una protesta en curso. No está aún en el radar de los candidatos a la presidencia ni de los aspirantes al poder, pero cada día salen más y más y más pacientes a dar sus testimonios agónicos en los medios y en las calles. Y son una marcha valiente que recuerda, entre el suspenso y el duelo, que no hay progresismo si no hay compasión.
Para qué eran las sesudas disquisiciones, para qué eran los señalamientos de los políticos a los políticos, si, tal como lo contó El Colombiano en octubre del año pasado, la niña Valentina Reyes y el niño Juan Manuel Villamil se les morían a sus padres cara a cara: mientras el derecho a la salud seguía reduciéndose a la muletilla "la salud es un derecho", mientras los vehementes denunciantes iban volviéndose los sinuosos denunciados, ese par de niños se veían forzados a encarar los últimos días sin recibir las dosis necesarias de sus medicamentos anticonvulsivos. Que el ministerio les explique sus principios a esas dos familias.