Qué pendejada. Uno sufrir, así sea solo una mañana, porque acaban de robarle la cuenta de X. Me pasó el pasado miércoles 12 de febrero. Me desperté antes del amanecer, a duras penas como todos los días, con la noticia ridícula de que mi viejo perfil de Twitter –que mi amigo Andrés Sánchez me ayudó a abrir en junio de 2009– había sido hackeado. No era una persecución, no, no era un intento de callarme: para qué si yo con suerte me oigo a mí mismo. Simplemente, leí el enésimo mail en el que una gente de una X entre comillas me advertía que estaban tratando de tomarse mi @RSilvaRomero, y entonces pisé un enlace equivocado como quien pisa mierda en la acera, y ya. Un par de amigos trataron de ayudarme a recuperarme a mí mismo en las redes. Pero pronto unos mercaderes de criptomonedas se habían quedado con todo: "Very cool", escribían, por mí, desde cualquier lugar del mundo.
Y yo, que una vez entrevisté a mi sombra en el Noticiero de RCN, pero me negué a tutearla para conservar un poco de dignidad, ya no di más: que me roben mi identidad, pensé, pero que nadie crea que ahora me la paso tuiteando "wow" y "love it!".
Puedo seguir allí, sobre la base de que X es solo una variable, haciendo lo poco que he estado haciendo en estos años: probar que no soy un robot.
Puse la queja. Probé de mil maneras que no soy un robot, y reporté. Saqué una cuenta nueva,
@RSilvaRomero75, que no solo me sirvió para reconocer que estoy en edad de caer en trampas digitales, sino, de paso, para dar la noticia a los seguidores con vocación de amigos. Puse "el denuncio", que es mi derecho como colombiano, ante las cibernéticas e inútiles autoridades de la red. Recibí los pésames de rigor: "Qué vaina". Y, cuando no sabía si entristecerme o enfurecerme, que en terapia me han aconsejado experimentar alguna de las dos de vez en cuando, mi hija de diez años –que aún cree que el malo no es Papá Pitufo, sino Gargamel– me soltó la moraleja de la fábula: "Pero no es tan grave, ¿cierto?". Cierto, le dije, es triste ser robado, pero ni en esta casa ni en el cielo les importa cuántos
likes o cuántos
dislikes me mandan.
Juro por Dios, además, que justo andaba preguntándome –lejísimos del espejo– qué sentido tiene servirle a una red de ansiedades en la que uno tiene más vigilantes que seguidores. Yo no quiero sumarle violencia a la violencia, no quiero ser carne de cañón para los sesgos de confirmación, no quiero seguir descubriendo de la peor manera que ciertas amistades no eran ciertas, no quiero estar en ningún sitio que dé al mundo la falsa idea de que uno se gusta a uno mismo, no quiero prestar el servicio social que prestan las peras de boxeo, no quiero capotear regueros de megalómanos, de superiores morales, de bodegueros, y no quiero que me saquen ni sacarme a mí mismo de contexto. Qué alivio ha sido tener esa cuenta nueva, libre de fardos, creada para denunciar el robo, pero también para seguir ofreciendo esta columna a quien la quiera.
¿Quiero estar en esa plaza decadente que tanto ha servido a la comunicación ad hominem, a la literalidad que castiga al humor apenas puede, al fanatismo de antes de las peores guerras, a la devaluación del trabajo que no solo nos convierte en la plata que hagamos, sino que reduce cualquier prestigio a cualquier fama? No particularmente. Pero puedo seguir allí, sobre la base de que X es solo una variable, haciendo lo poco que he estado haciendo en estos años: reenviar la nostalgia que revitaliza; compartir las ficciones que me han servido de muletas; celebrar las comedias salvajes e insuperables que "no se podrían hacer hoy"; recomendar el periodismo que prueba que hoy demasiados políticos son idénticos a los políticos cínicos que inventó Les Luthiers; ofrecer las cosas que escribo con la ilusión cincuentona de que sea mi trabajo el que hable por mí; probar, en fin, que no soy un robot.