La imagen de militares secuestrados por algunos pobladores de El Plateado, encarna el diciente reflejo del estado actual de cosas en Colombia. No es la primera vez que pasa en los últimos años y parece que el Gobierno ante esos hechos no tiene respuestas claras. Esa imagen deja en evidencia el fracaso del Estado en varias regiones del territorio.
La falta de control territorial convertida en rasgo o elemento crónico de una estatalidad desfalleciente, se traduce en la feudalización de una buena parte de la población colombiana, sujeta en sus cuerpos y actividades al férreo control de agentes de la violencia armada. La Constitución y la institucionalidad se extinguen y su ineficacia les roba su esencia. Se deja a miles de colombianos privados de todo asomo de dignidad, convertidos en vasallos de criminales armados que ostentan más poder que el propio Estado.
Esa feudalización armada ya se ha prolongado demasiado y frente a ella lo que se acumula y brilla son los sucesivos fracasos y ausencias notorias de políticas públicas en el ámbito de la seguridad y la paz. Concluido el Acuerdo con las Farc, el Estado se abstuvo de copar las zonas dejadas por las guerrillas. Luego, en el gobierno Duque, no solamente se debilitó la implementación efectiva del Acuerdo, sino que además no se trabajó en la consolidación del Estado en las regiones más afectadas por la violencia. En esta era de la Paz total, se registra un déficit notorio de resultados y un avance sustancial de las fuerzas adversas al Estado, no obstante la mano extendida y los múltiples ceses de fuego concedidos.
A estas alturas ya no debe quedar la menor duda sobre el lugar que en la agenda política ocupa la liberación de las poblaciones sometidas.
Cada vez es más compartida la idea de que el vacío de Estado, primero se llena apelando al Estado social de derecho, de suerte que inicialmente llega el hospital, la escuela, las vías y, solo después o al mismo tiempo, la fuerza pública. Esto es lo ideal, sin duda. Pero en un conflicto armado y, sobre todo, cuando se trata de liberar a una población literalmente sometida a los señores de la guerra, no puede una sociedad cruzarse de brazos ante el debilitamiento de las Fuerzas Armadas legítimas, las cuales, operando como garantes de los derechos deben ser robustecidas, profesionalizadas y ostentar un nivel de poder material, táctico e intelectual que sea netamente superior en todos sus componentes sobre las fuerzas criminales. De lo contrario, al marchitarse la fuerza pública esta pierde no solamente su poder efectivo de contención, sino lo más importante, su propio poder de disuasión.
Si se repiten las imágenes de una fuerza pública lánguida y progresivamente carente de poder para anclarse en el territorio, junto con las demás manifestaciones del Estado, cabe temer la llegada de los peores tiempos para la democracia y los derechos, los cuales no se defienden únicamente con acciones judiciales, sino con los actos y presencia armada del Estado, desde luego y no sobra subrayarlo, siempre dentro del marco del mayor respeto a la Constitución, a la ley y al derecho internacional humanitario.
A estas alturas ya no debe quedar la menor duda sobre el lugar que en la agenda política ocupa la liberación de las poblaciones sometidas. Ese presente de sojuzgamiento no es digno y no se puede tolerar ni siquiera mientras se termina de construir el hospital o la escuela prometida. Los discursos cargados de retórica o las visitas fugaces para dejar registro fotográfico no bastan. Todas las expresiones políticas y sociales deberían unirse en torno de la exigencia más fundamental que nos puede constituir como nación y es la de liberar a esas poblaciones.
Cohonestar el debilitamiento de la fuerza pública equivale a perpetuar la opresión y así, la imagen de El Plateado, seguirá siendo el nefasto augurio de un Estado que cada día pierde más terreno y significancia.