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Entrevista

La dictadura argentina a través del relato femenino

En 'La llamada', Leila Guerriero traza la semblanza de una
militante secuestrada en un centro militar y rechazada por sus excompañeros. No es la historia de los años 70, sino la de una mujer.

El relato sigue la historia de Silvia Labayru, una mujer que tuvo que lidiar con las heridas de ser madre en medio del cautiverio, la tortura y, al final, el exilio.

El relato sigue la historia de Silvia Labayru, una mujer que tuvo que lidiar con las heridas de ser madre en medio del cautiverio, la tortura y, al final, el exilio. Foto: EFE

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¿Cuántas vidas pueden caber, finalmente, en una sola vida? ¿Cuántos infiernos es capaz de resistir una persona? Podría preguntarse quien tenga en sus manos el último libro de Leila Guerriero, La llamada (Anagrama), un retrato de Silvia Labayru, militante montonera secuestrada en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), violada y torturada por sus captores, y acusada de traición por sus compañeros de militancia.
A lo largo de más de 400 páginas, Guerriero, reconocida periodista y escritora, se sumerge en la vida de Labayru en un relato tan estremecedor como delicado: su infancia acomodada como hija de una familia de militares, su participación en Montoneros, su secuestro en diciembre de 1976 – embarazada de 5 meses–, el parto en la Esma, la tortura, las reiteradas violaciones y las salidas permitidas acompañada por los represores. Y luego, el exilio en Madrid –ya con su hija pequeña–, el rechazo de los militantes y la comunidad exiliada por las sospechas de traición, la maternidad de un segundo hijo que llegó 18 años después y el reencuentro con una pareja de juventud en Buenos Aires con el que hoy comparte una vida entre Madrid y Buenos Aires.
Guerriero se vale de todas las herramientas del periodismo narrativo para producir un texto polifónico magistral: las largas entrevistas con Labayru, el testimonio de su pareja, su expareja, su hija, sus compañeros de militancia y documentos judiciales, en un rompecabezas que va y viene del pasado al presente. 
Obligada a hacer trabajo esclavo en el centro clandestino en el que estuvo detenida un año y medio, Labayru también fue obligada a representar a la hermana de Alfredo Astiz –infiltrado en Madres de Plaza de Mayo bajo el nombre de Gustavo Niño, hoy condenado por delitos de lesa humanidad– en el operativo de la iglesia de la Santa Cruz que terminó con tres madres y dos monjas sas desaparecidas.
Labayru, protagonista de esta semblanza, fue además una de las denunciantes del primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos contra las mujeres secuestradas durante la dictadura.
Una de las cuestiones que más llamó la atención de Guerriero es el rechazo y el repudio de la militancia hacia los sobrevivientes. Porque cuando Labayru creyó que el infierno ya había pasado y dejó Argentina con su hija en brazos, tuvo que afrontar otro: ser considerada una traidora, una “apestada”. “Yo pensaba que una persona que había militado en una determinada organización y salía era recibida por sus excompañeros con alegría. Y no. Todo lo contrario”, dice Guerriero.
Al principio la periodista pensó que la historia de Labayru podía contarse en un artículo de largo aliento, y advirtió que el retrato necesitaba narrarse en un libro, con varias voces y documentos, con toda la complejidad, los matices, las paradojas y los puntos ciegos que hacen a una vida. “Hacer algo para una revista, por más generosa que fuera con el espacio, necesariamente iba a terminar siendo reduccionista, sin lugar para las sutilezas necesarias para que las piezas encajaran de forma natural. La historia de esta mujer necesitaba ser contada de una manera compleja, como es ella”, explica Guerriero.
El resultado de ese trabajo artesanal, meticuloso y eficaz es un retrato de Labayru en el que conviven lo trivial, lo cotidiano y lo siniestro, el amor, la tragedia, los vínculos, el sexo, el humor y una llamada telefónica realizada desde la Esma al padre de Labayru, el 14 de marzo de 1977. La llamada que, quizás, torció el destino y le salvó la vida.
Maestra del periodismo narrativo, autora de varios libros traducidos a diversas lenguas y colaboradora habitual en medios de América Latina y Europa, Guerriero dice que escribe para entender la complejidad del mundo. 

La historia de Silvia Labayru condensa todas las aristas y dimensiones de la década del 70. ¿Qué fue lo que más le impactó de su historia? ¿Qué desconocía de esa época? 

Algo que me asombró y que yo no sabía es el repudio a los sobrevivientes, tanto por parte de los que llegaban al exilio como por gente que no estaba en el exilio y que también los repudiaba. Yo no tenía idea de que esto sucedía y me sorprendió enormemente: les pasó a todas las personas que sobrevivieron y que yo entrevisté. Parece que fue muy común. Yo pensaba que una persona que había militado en un grupo determinado y salía era recibida por sus excompañeros con alegría. Y no. Era todo lo contrario. 

Estaba la idea de que habían entregado algo a cambio de su supervivencia: el “qué habrán hecho”. 

Sí, pero el “qué habrán hecho” y el “algo habrán hecho” era el discurso de los militares y de la gente reaccionaria. Y uno no espera el “algo habrán hecho” del otro lado. Era una chica de 21, 22 años, aguerrida. No estamos hablando de una chica que no sabe cómo defenderse en la vida. Era una militante que hacía inteligencia en Montoneros. Llega al exilio después de pasar todo ese horror en la Esma y se encuentra con esto. No sé con qué equipamiento mental uno puede enfrentar una cosa así, el rechazo. Llega a España, espera el abrazo y lo que recibe es un empujón, una cachetada. Ella utiliza la palabra “apestada”. Ese rechazo, además, le impidió ejercer una profesión que había estudiado, que era psicología. Y la llevó por un camino que no es el que hubiera preferido. 

¿Cómo fue la confección de este telar de tantas piezas, voces y tiempos verbales? ¿Cómo trabajó esta historia? 

Fue complicado. Tenía mucho material de reporteo: más de 1.900 páginas de entrevistas. Eso no me abrumó. Escribir es un trabajo artesanal en el que uno no siempre responde a los mismos problemas con las mismas soluciones. La respuesta es la de siempre: un poco paciencia, insistencia y persistencia. Truman Capote decía una frase que me parece genial, y no es que yo me sienta artista, pero él decía: “lo primero que tiene que aprender un artista es a acompañarse a sí mismo”. Y yo creo que cuando uno escribe, en este caso no ficción, tiene que aprender a acompañarse a sí mismo. Y no perder de vista que no estoy contando la historia de los años 70 sino la historia de esta mujer. 

¿Cuál es la distancia óptima para contar historias, especialmente una tan dolorosa y delicada? 

“Yo pensaba que una persona que había militado en un grupo y salía era recibida por sus excompañeros con alegría. Y era lo contrario”.
La misma de siempre. Le pasaron muchas cosas en la vida que son muy horrorosas. Es como el tren fantasma, un horror atrás de otro. Pero me parece que los años de trabajo también te dan esa distancia. Yo no sé si a los 25 años hubiera podido hacerlo. No porque hubiera quedado afectada, pero seguramente no hubiera podido encarar una historia con este nivel de complejidad, no hubiera podido contarla. La experiencia sirve para algunas cosas, para entrenar la mirada, para saber cómo preguntar, para saber cuál es tu lugar como alguien que entrevista. Se trata de estar muy atenta a lo que la otra persona me dice, no juzgar, no intervenir, leer al otro, escuchar, saber callar. La que tiene que brillar es ella. 

Y elegir el momento para las preguntas incómodas. 

Ella repetía mucho esto de que nadie le preguntaba por la tortura. Yo le había preguntado por eso, sin mucho detalle. La dejaba hablar. Ella me había contado, por ejemplo, que le habían puesto picana en los pezones. Me lo había contado varias veces. Después empecé a intervenir un poquito más llevándola hacia un costado de la historia o hacia otro. Pero me dijo muchas veces: “nadie me pregunta por la tortura”. Cuando alguien te dice tantas veces “no me preguntaron” lo que te está diciendo es “por favor, pregúntame por la tortura”. Y le hice preguntas casi de sentido común acerca de una situación que es la menos común de todas: que un ser humano esté siendo torturado por otro. Porque lo que uno quiere saber es cómo se lidia con el dolor, qué se piensa, cuál es el grado de dolor que puede aguantar un cuerpo humano. El lector tiene que entender el horror por el que pasó esta persona. 

No solo deja marcas emocionales sino secuelas físicas...

No pudo amamantar a su segundo hijo, le tiene pánico a la electricidad. Le quedaron recuerdos fantasmales. Escucha determinadas músicas y se pone muy mal. No puede tocar la gomaespuma, no la soporta. Pero ella siempre encuentra una manera cómoda de referirse a los temas más complejos. Lo tiene muy trabajado, es una mujer que maneja muy bien el lenguaje oral. 

Uno podría preguntarse por qué no pasan los 70, por qué vuelven una y otra vez, causan “fascinación” y siguen siendo una cantera inagotable de historias, libros, películas.

No tengo una fascinación específica por los 70 y hay gente que ha trabajado esos años maravillosamente bien. Yo no tengo manera de escribir un libro de investigación sobre los 70. Yo sé que a mí me interesó esta historia. Es un momento en que la historia de uno se cruza con la historia en mayúscula. Entonces me parece que puede haber una fascinación, pero como no soy socióloga no tengo idea de por qué puede fascinar tanto.

En su libro Zona de obras usted dice: “pasen por las historias sin hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, pero igual de peligrosos. Y respeten. Recuerden que trabajan con vidas humanas”. ¿Qué significa respetar? 

Uno está trabajando con personas que, más allá de que tengan una gran historia para contar, uno va a ser el depositario de esa historia y hay que tratar de no ejercer un juicio moral sobre lo que está escuchando. Por supuesto, no hay que manipular la información, recortarla y sacarla de contexto. Yo siento que los periodistas muchas veces nos olvidamos un poco de eso. 

Ser una víctima no garantiza ser una buena persona. 

Muchas veces se piensa que sí, pero no, más allá de que ella sí es una buena persona. Siempre tendemos a revestir a la víctima. Se hacen hagiografías cuando se escribe sobre las víctimas. Eso las deshumaniza mucho. Y, además, obtura la posibilidad de que una persona que ha sido víctima de algo y lea una cosa así y diga: “yo no soy tan buena persona, entonces yo no denuncio porque a mí no me van a creer, a mí sí me van a acusar de haber provocado”. 

¿Cómo se hace con la incomodidad de transitar una década que es un campo minado? 

Si sientes que te metes en un campo minado, vas a estar todo el tiempo preocupado pensando que te va a estallar una bomba. Yo estaba contando la historia de una persona compleja: tiene críticas incluso para su propia organización y lo que fue su militancia. Ella no se está exculpando: todo el tiempo acepta su responsabilidad de que su hija Vera no tuvo que haber nacido nunca ahí, que los militares son canallas, pero que haber tenido un hijo en ese contexto es responsabilidad de ella y de su pareja. Se trata de exponer la historia de alguien con una enorme cantidad de sombras, luces, complejidades y contradicciones.

¿Por qué y para qué escribir?

Para entender un poco el mundo en el que uno vive. Rodrigo Fresán dice que escribe para estar solo. En el caso de la no ficción, uno escribe para entender el mundo tan complejo, pero la vocación, la pulsión, tiene que ver con eyectarse un poco de uno mismo: estar fuera de uno, estar metido en un mundo en el que el tiempo es otra cosa. Y ese fuera del mundo es fuera de ti. No quiere decir esto que uno quiera alienarse ni enajenarse ni escaparse, sino ocupado en otra cosa.
ASTRID PIKIELNY
LA NACIÓN (ARGENTINA) - GDA
REPRODUCIDO BAJO LICENCIA DE CREATIVE COMMONS
PUBLICADO EN LA EDICIÓN IMPRESA DEL DOMINGO

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