Sorprende la capacidad de mutación que tiene la violencia en Colombia. Actualmente, se libra una guerra muy diferente a la que se libró contra la insurgencia. El objetivo ya no es el poder político, sino la codicia, y la estrategia para lograrlo es el control territorial. Tras la salida de las Farc de los territorios que históricamente habían ocupado, una multiplicidad de grupos armados emergió para llenar estos espacios. Muchas de estas organizaciones, al ser relativamente nuevas, aún están en proceso de consolidación, por lo que se define sobre la marcha sus jerarquías, identidades, dinámicas internas y estrategias de expansión.
Dado que se trata de un fenómeno en evolución, la comprensión de esta nueva realidad es cada vez más compleja e incierta. Sin embargo, hay elementos que permiten iniciar un análisis de fondo.
Desde el punto de vista geográfico, observamos una fragmentación del territorio y de la violencia nunca antes vista. Pasamos de un latifundio de poder concentrado en manos de las Farc a un mosaico de parcelas de diferentes tamaños controladas por una variedad de organizaciones que luchan por consolidar su hegemonía territorial.
El control territorial es el gran desafío de la seguridad hoy
Desde el punto de vista económico, las fuentes de financiación también han evolucionado. La gama de actividades ilegales, en las que intervienen directamente o mediante regulación, está cada vez más diversificada: secuestro, extorsión, narcotráfico, microtráfico, minería ilegal, “vacunas” al comercio, deforestación, tráfico de fauna y flora, créditos “gota a gota”, control a migrantes, prostitución, entre otras. En algunos casos, incluso, se generan modelos híbridos donde lo legal y lo ilegal coexisten, como ocurre con el monopolio de la venta de huevos y arepas en varias zonas de Medellín. No obstante, no se puede desconocer que estas actividades también terminan por dinamizar la economía en los territorios.
Cuando uno analiza el factor humano se da cuenta de que estas organizaciones ya no están integradas por combatientes con convicciones ideológicas, sino por personas con mentalidad empresarial pragmática. Sin embargo, no podemos perder de vista que detrás de estos grupos hay seres humanos cuyas circunstancias personales –como la necesidad de reconocimiento, la soledad, el deseo de pertenencia y la falta de oportunidades– los hacen más vulnerables al ingreso a estas estructuras.
En materia de gobernanza y control social, imponen normas y sanciones, controlan la movilidad y, en muchos casos, ejercen como autoridad en la resolución de disputas locales. Esto genera una forma de “justicia” paralela que afecta profundamente la gobernabilidad del Estado, y lleva a situaciones en las que su autoridad es desplazada o compartida. En aras de mantener un ambiente de miedo y sumisión, este dominio lo ejercen a través de la intimidación con armas –con el uso directo de la violencia–, o a través de presión psicológica –con amenazas implícitas y vigilancia permanente–. El caso de Medellín es un claro ejemplo de cómo la violencia se ha racionalizado, adoptando formas más deliberadas y menos visibles. Allí, el control se ejerce de manera “sutil”, sin que ello signifique una disminución de la capacidad de coerción y violencia de las estructuras.
En el escenario político, existen casos en los que hay cooptación de las instituciones locales. Esto incluye, desde presionar a líderes comunitarios y funcionarios hasta financiar campañas políticas o controlar el voto en ciertas áreas, asegurando que las políticas locales beneficien sus intereses.
En fin, el control territorial es el gran desafío de la seguridad hoy. De su comprensión depende el éxito de las políticas que se emprendan.