Envidio a la gente que vive sin sentimiento de culpa; yo, que pido perdón cuando se le cae algo al de al lado. En el ámbito laboral, a ese sentimiento se le llama ‘síndrome del impostor’, una sensación en la que creemos no merecer reconocimiento alguno porque, al contrario, somos un fraude que de alguna manera consiguió engañar a todo el mundo.
En la esquina opuesta están los que asumen el rol de superestrellas, los que genuinamente creen que todo lo que hacen es de suma importancia y que con sus actos están haciendo del mundo un lugar mejor. Puedo equivocarme, pero diría que la mayoría de personas así son mediocres con suerte que se limpian el culo con la meritocracia y que son más bien producto de que se juntaran una cantidad de factores improbables.
Todos conocemos a alguien así, un familiar o un amigo, alguien al que apreciamos pero a la vez resentimos, con quien entre risas compartimos almuerzos y fiestas, pero de quien por dentro pensamos que es inútil con suerte, un individuo que va por la vida impune, permitiéndose triunfar mientras es un incompetente de primera.
Yo he tenido jefes por el estilo, personajes borrachos de poder que llegan tarde y se van temprano, que exigen sin poner de su parte, que están ahí porque son ficha de alguien, gente que ha cogido empresas en la cima y que después de años de ganarse sueldos con siete ceros a la derecha las han dejado en la ruina. Y sin embargo, de alguna manera salen con la reputación intacta y vuelven a encontrar un trabajo bien remunerado, en ocasiones con un cero de más que en su empleo anterior.
Pienso ahora en dos personas en particular. La primera saca pecho por ser gerente, padre, pareja, amigo y, encima, tener tiempo libre para socializar y practicar algún pasatiempo. Básicamente, por ser un individuo funcional. No sé por qué, pero hoy es tremendamente popular armar narrativas épicas a base de logros comunes al alcance de casi cualquier ser humano. Si no conociera a esta primera persona en cuestión y me quedara solo con lo que exhibe, la tendría el mejor de los conceptos. Lo malo es que me tocó trabajar con ella y pues, regular tirando a mala. Una vez la oí decir que trabajaba 18 horas, pero olvidó precisar que eran a la semana y no al día, como se lo quiso hacer entender a sus interlocutores.
El otro individuo dice con orgullo que es periodista, escritor y editor, y que ha fundado no un medio de comunicación, sino tres. Va uno a buscar en Google lo que ha escrito y no hay más de dos artículos y ningún libro a la vista. Vaya uno a saber si escribe es en su diario por las noches. Eso sí, no duda en postear en internet imágenes con hojas en blanco y bolígrafos a un lado, quizá a la espera de una inspiración que nunca le va a llegar.
Yo quiero eso, ese ego. Quiero que me den algo grande sin ningún mérito, solo por ser yo. Quiero heredar una fortuna y despilfarrarla sin remordimiento alguno, recibir una multinacional y llevarla a la ruina; quiero destruir un reino, algo que haya fundado, no sé, Rockefeller hace ciento cincuenta años, y salir con el capital social intacto. Y no quiero triunfo alguno, quiero fracasar; no quiero salir adelante ni sorprender a nadie por haber rendido por encima de mis posibilidades, sino dejar un incendio detrás de mí y aun así dormir como un bebé por el resto de mis días.
Quiero saber lo que es ser rico y exitoso porque sí (ya se me hizo tarde), vivir más allá de mis límites profesionales, intelectuales y económicos. Quiero abrir la boca y decir estupideces, pero que me las celebren (eso sí me ha pasado, pero no supe monetizarlo). Al igual que el personaje de Henry Hill al final de Goodfellas, estoy cansado de ser un don nadie que paga sus impuestos y que celebra llegar a fin de mes. Podrán decir lo que quieran, pero el trabajo honesto no reporta ninguna felicidad.