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Así es cómo un militar logró superar el estrés postraumático después de un secuestro
Antonio Erira estuvo secuestrado por cuatro años. Esta es su historia de cómo logró recuperarse.
Antonio Eriram, un Sargento del ejército que fue secuestrado, participó de Victus, una obra de teatro sobre guerra, memoria y reconciliación. Foto: Archivo particular
Antonio Erira se dio cuenta de que debía volver a pedir ayuda cuando, en medio de una guardia nocturna como soldado, disparó contra uno de sus compañeros. Fue presa de un ataque de pánico producto del Síndrome de Estrés Postraumático que le dejaron cuatro años de secuestro a manos del Eln.
Era el año 1998 y el cabo primero Erira estaba en Morales, Bolívar, relevando por 10 días a otro cabo, cuando se dio la toma de Morales en la que Erira y los compañeros que sobrevivieron fueron secuestrados por el Eln tras varias horas de intenso combate.
Antonio Erira hizo cursos militares hasta ascender a grado de Sargento. Foto:Archivo particular
El 20 de diciembre de 2002, los secuestrados estaban jugando un campeonato de ajedrez con unas fichas que ellos mismos habían fabricado con lo que encontraban en una selva del Catatumbo. De fondo, escuchaban el murmullo que salía de un pequeño radio que solo les permitía sintonizar Noticias Caracol cuando llegó la noticia que habían esperado por años: tras diálogos en La Habana entre el gobierno Pastrana y el Eln, la guerrilla había acordado liberar a los presos.
“Entonces se armó un alboroto tremendo entre nosotros y volaron lágrimas. Comenzamos a desbaratar camas y a darle gracias a Dios o a quien se encomendara cada uno. Fue muy emotivo”, cuenta Erira.
Tras viajar por tres días, y estando constantemente custodiados por dos columnas de guerrilleros, los secuestrados llegaron a un punto desconocido de Colombia y fueron entregados a la Comisión del Gobierno, encabezada por Camilo Gómez Alzate.
Ya en manos del Gobierno, el grupo de exsecuestrados fue trasladado hasta la zona de Miraflores, Norte de Santander, donde, por fin, frente al comisionado de Paz, los voceros del Eln -alias Felipe Torres y alias Francisco Galán- y decenas de cámaras de televisión, fueron liberados el 23 de diciembre de 2002 tras más de 1.400 días de secuestro.
Una vida en libertad
Antonio Erira y sus compañeros siendo liberados. Erira está rodeador por su esposa y sus dos hijos. Foto:Archivo particular
La primera parada de los exsecuestrados fue en Bucaramanga en una corta visita a la finca Asturias, de la Policía Nacional, a la que, después de unas horas, llegó un helicóptero del Ejército a recoger los soldados y llevarlos a la Quinta Brigada.
Una vez en la Quinta Brigada, allí, en Bucaramanga, llegó el momento anhelado: el reencuentro con las familias.
Erira cuenta que, cuando llegaron, había una valla para evitar que sus familiares pasaran hacia donde estaba el helicóptero: “Pero qué va; las ganas de abrazar al familiar pueden más. Mis hijos fueron unos de los que rompieron vallas y se echaron a correr hacia el helicóptero y por ahí empezó a meterse toda la gente; camarógrafos, familia, incluso los mismos compañeros militares llegaban a mirarnos y a saludarnos”.
La familia del oficial alzó la voz varias veces pidiendo noticias sobre él. Erira dice que Steven, su hijo, fue especialmente público con sus reclamos al Gobierno. Foto:Archivo particular
Hoy, con los ojos emocionados, Erira ite que, por el paso del tiempo, le costó un poco reconocer a su familia: sus hijos, Steven y Jeiny ya no eran tan niños y estaban entrando a la adolescencia. Cuando entendió quiénes eran los menores que estaban allí, se abrazó a ellos y lloró. A su esposa, esa misma mujer con la que está desde los 18 años y por la que, por amor, se escapó de Pasto a Bogotá, le costó identificarla la muchísimo más.
“Dolly estaba intentando agarrarme, pero yo no la reconocí, no sabía quién era. Fue mi hija la que me dijo: ‘Papá, ella es mi mamá y te quiere abrazar’. Y ya fue una sola llorada con ella”, cuenta sonriendo el hombre que hoy es un abuelo dedicado.
Por fin. Ya había sido liberado, ya había comenzado su recuperación física y ya había vuelto con su familia a su casa en Bucaramanga. Ahora venía un reto que no se había imaginado: debía empezar a sanar las heridas que no eran físicas.
Muchas veces, estando secuestrado, tuve sueños en los que me veía jugando con los niños, comiendo una hamburguesa, paseando, haciendo cosas normales
Contando todo lo que vivió, Erira tiene que hacer una pausa antes de itir que “fue tenaz volver a conciliar el sueño”. Y agrega: “Muchas veces, estando secuestrado, tuve sueños en los que me veía jugando con los niños, comiendo una hamburguesa, paseando, haciendo cosas normales; y despertaba y me encontraba con ese encierro nuevamente, entonces para mí era tenaz querer irme a dormir. Yo creía que todo era un sueño”.
Por eso, durante los dos primeros días en los que estuvo de vuelta en su casa, no durmió. Se rehusó a ir a la cama y se quedó sentado en el sofá. Dolly se quedó con él, acompañándolo despierta y con paciencia.
“Hasta que me ganó el sueño y ahí en el sofá quedé. Dormí lo que más pude y, cuando me desperté, estuve más tranquilo porque me di cuenta de que no era un sueño”, explica.
El miedo era constante; las primeras veces que salía a la calle sentía que alguien lo estaba vigilando y cuando dormía se despertaba asustado si algo provocaba un sonido fuerte. Aclara que los sobresaltos nocturnos le duraron unos cinco años.
Meses después de su liberación le pidieron moverse a Cali para recibir tratamiento psicológico en la Brigada. Sin embargo, le pidieron irse solo, sin su esposa e hijos, cosa que el Erira de hoy sigue sin entender: “Se supone que el tratamiento debería ser en familia porque quienes más padecieron eso fueron mi esposa y mis hijos”, cuenta el Sargento.
“En Cali pusieron una psicóloga teniente que, de los tres meses que estuve allí, yo creo que me vio legalmente cuatro veces; siempre que iba, o estaba cerrado o estaba en otras cosas. Hasta que llegó el día de la junta médica y prácticamente eso [la atención médica] fue legalizado. Yo como me veía aparentemente bien, pues dije ‘no tengo problema’”, cuenta Erira. Estaba equivocado. Aún no había sanado y se daría cuenta más adelante, estando, otra vez, en un entorno de guerra.
Volver a la guerra
Antonio Erira hizo parte de un batallón contraguerrilla. Foto:Archivo particular
Erira siguió con su vida militar y pidió reintegro al Batallón Boyacá en Pasto porque se aburría en la Brigada. Una vez en el Batallón, siguió con sus cursos de ascenso hasta que llegó al grado de Sargento.
Estando en el pelotón, fue enviado a Policarpa, una zona del departamento en Nariño que Erira describe como una zona roja. “Yo tuve varios encuentros con la guerrilla y eso me removía todo lo que yo vivía en el combate. Fue algo absurdo que me hubiesen metido allá. Yo miraba a todo el mundo como guerrilla, entonces el capitán se dio cuenta del estado en que yo estaba y me dejó más atrás con los que iban quedando heridos”, cuenta con molestia el uniformado.
Finalmente, salió de la zona de guerra por su estado mental y lo mandaron a hacer trabajo de oficina por un tiempo. ¿Recibió atención psicológica?, “No, para nada. La atención psicológica era mi esposa por teléfono”, dice con firmeza.
Después de pasar por el Batallón Boyacá, lo mandaron por dos años al Batallón Cazadores en San Vicente del Caguán, una zona igual de combativa. “Para mí fue duro estar allá. En el momento en que yo salí del secuestro, no sentí nada aparentemente, todo fue normal… pero cuando me metieron al área, se revivió ese monstruo que estaba guardado dentro de mí”, cuenta el soldado.
Empezó a notar a ese monstruo dormido en ciertos comportamientos erráticos, a tal punto que dio su autorización a un compañero que conocía su trauma de que le amarrara en caso de tener una reacción violenta. Se dio cuenta definitivamente de la existencia del monstruo cuando, después de días de combate contra una guerrilla, casi dispara a ese mismo hombre durante la noche.
Antonio Erira y sus compañeros durante el secuestro. Foto:Archivo particular
Estaban durmiendo. “Tuve un sobresalto de esos, me tiré de la hamaca y agarré mi fusil, porque dormía con él entre mis piernas, y empecé a gritar ‘¡la guerrilla!, ¡la guerrilla!’; encendí a plomo al soldado centinela porque yo lo veía como enemigo”.
El soldado centinela no fue herido porque tomó refugio tras un árbol y el soldado al que Erira había confiado su trauma se despertó por el alboroto y logró detener a Antonio a la fuerza.
Sin embargo, ni viendo ese episodio, lo sacaron de la zona. Fue el mismo Erira quien tuvo que solicitar un permiso que usó para ir a la Brigada y comentar su situación. Allí, cuando el General se enteró de lo que sucedía, decidió dejarlo con él y, esta vez por solicitud personal, inició, por fin, su tratamiento psiquiátrico en 2006.
Erira destaca que esta segunda vez, los profesionales psiquiátricos y médicos que le atendieron fueron un paso fundamental en su recuperación, en especial una doctora del dispensario médico del Ejército, una profesional dedicada que se preocupaba de manera completa por él y su familia. “Estuve medicado un tiempo para controlar el sueño y para tranquilizarme. Era un medicamento pesado. Ya no pude portar armas y tampoco trasnochar”.
Cuando me metieron al área, se revivió ese monstruo que estaba guardado dentro de mí
Estuvo un año en tratamiento por Estrés Postraumático de inicio tardío. Explica que los síntomas se manifestaron tiempo después de haber sido liberado. “Pero yo digo que fue consecuencia de volverme a meter en el área de operaciones”, sentencia.
Durante su proceso de sanación mental, se graduó como tecnólogo de Comunicación Social y desde 2009 se dedicó a las emisoras del Ejército.
Dice que su nueva profesión fue parte primordial de su recuperación y por ello agradece a los altos mandos del Ejército que le dieron la oportunidad de trabajar en las emisoras de la institución. Lo disfrutó mucho hasta que se terminó retirando del Ejército porque no fue considerado a ascenso a Sargento Mayor por, asegura, irregularidades injustificadas en su folio. Dice que a pesar de sus reclamos, no fue escuchado, así que se cansó y se quedó “en la civil”; ahora se dedica a disfrutar de su familia, de su nieta y del teatro, una poderosa herramienta de catarsis que le ha permitido sanar.
En 2016, mientras vivía en Popayán, fue ado por Javiera Valenzuela, una actriz chilena, que le presentó la iniciativa de trabajar con Alejandra Borrero, la actriz colombiana, en una obra de teatro en Bogotá.
Ni corto, ni perezoso, Erira se trasladó otra vez a la capital del país y comenzó el proyecto. El veterano de guerra no sabía con quiénes estaba trabajando en la obra, pero había muy buena relación entre todos, hasta que llegó un ejercicio dirigido por Alejandra y su equipo en el que los integrantes tenían que presentarse y decir de dónde venían.
Cuán grande fue la sorpresa de Erira cuando empezó a escuchar que los demás eran soldados, policías o civiles heridos por la guerra. La sorpresa se volvió rabia cuando empezó a escuchar a algunos que se presentaban como integrantes de las Farc, de las Autodefensas Unidas de Colombia y del Eln, ese mismo grupo que lo había secuestrado por poco más de cuatro años.
Antonio Erira actuando en Victus. Foto:Archivo particular
“Se me subió todo a la cabeza, me dio una rabia tenaz porque él pertenecía al grupo que me tenía cautivo. Y me salí de ahí porque me dieron ganas de ir a golpearlo, pero Alejandra y unas psicólogas salieron detrás de mí y me calmaron”, cuenta. ite que no fue el único en reaccionar de esa forma, todos, civiles y combatientes, estaban siendo confrontados con quienes los habían herido.
Hubo más de una vez en la que las cosas se pusieron tensas y más de una palabra fuerte se intercambió, pero “la idea de Alejandra era que soltáramos lo que teníamos y, después, con respiraciones, ejercicios, se compartía un refrigerio y ya. De una u otra forma, nos hicimos amigos”. Y así nació Victus, la obra de teatro de dos partes que trata de memoria, guerra y reconciliación.
La obra de teatro se volvió un éxito y ha sido vista por actores, senadores y políticos como el expresidente Juan Manuel Santos. De hecho, ha estado en escenarios como el del teatro Colón.
“Entonces, Victus fue una terapia tremenda. También nos ayudó a sanar, a vernos como personas que, por x o y razón, la guerra te puso allá. Nos ayudó a comprendernos, a vernos en el zapato del otro, y nos quitamos los rótulos al vernos como humanos. Todos tenemos sangre de color rojo, todos somos humanos”, concluye Erira, un hombre serio, de sonrisa escasa y sincera, que superó un trauma con ayuda, fuerza de voluntad y perdón.
MARÍA PAZ ARBELÁEZ PATIÑO
'Victus' en el Teatro Colón, una obra para reflexionar | El Tiempo