Por fin ha terminado, como una pesadilla injuriosa, el martes 4 de febrero de 2025. De Trump a Petro ha sido una conspiración –una cínica fábrica de caos– para que no podamos pensar, sino apenas reaccionar. Ha sido la catástrofe de estos tiempos suspensivos: esta avalancha diaria de lapsus, provocaciones, megalomanías e insensateces, desde "nos quedaremos con la Franja de Gaza" hasta "el presidente es revolucionario: el Gobierno no", que no deja ver a tiempo que la democracia está librando un pulso a muerte con la oclocracia (la tiranía de la multitud), la
caquistocracia (la istración de los peores entre los peores) y la patocracia (el desgobierno del delirio) que alguna vez fueron excepciones, pero hoy son la regla. Qué día definitivo este. Está claro que estamos en manos de los necios. Y hay que sobrevivirlos.
Durante décadas se tuvo y se cantó la fantasía de la caída de las viejas estructuras: la llegada de un ángel revolucionario, un conjurado, que le abriría paso a una era de la reivindicación, sí, un cielo antes del cielo. Siempre fue así: "Hay que hacer grande a Francia otra vez", repetía Napoleón III, el tirano, en la mitad del siglo XIX. Pero los electorados de estos últimos tiempos, hartos de los ritmos y de las frustraciones de las democracias, han tendido a verles la gracia a estos outsiders de cafetería que calumnian a los rivales, repiten que el país es un nido de corruptos, detestan a muerte la libertad de expresión, desprecian sin pausa las luchas ajenas, y se la pasan haciendo promesas nuevas, día tras día tras día, para seguir incumpliendo las viejas. No conocen el Estado, sino que lo denuncian. Y hablan y hablan y hablan mientras lo desmontan.
Y hay que vivir con estos liderazgos inescrupulosos e improvisadores sin rendirse a sus modos. Y hay que pensarse, de paso, un progresismo que sea serio.
Hoy es viernes 7. Es claro que el distópico de Trump, que ya no parodia sino que encarna el fascismo, está hablando de limpieza étnica como si hablara de gentrificación. Y luego de esa transmisión contraria a lo transparente, de régimen propagandístico, en la que Petro hizo de Petro denunciando a su presidencia y humillando a su propio gabinete en vivo y en directo, hemos llegado a la cumbre de un contraproducente modo de gobernar: todo allí –los planes de desarrollo, los funcionarios que donan sus nervios a este país, las instituciones del Estado, las aspiraciones de la democracia, las tareas de la República– ha sido sustituido por el fluir de conciencia, por la enumeración caótica del presidente, y resulta legítimo preguntarse qué habría sido del país si este liderazgo tan "fuera de sí" hubiera tenido que enfrentar, por ejemplo, una pandemia.
Esta avalancha no deja pensar. ¿Cómo seguirle el paso al incesante desmantelamiento del gobierno gringo? ¿Por dónde empezar a hablar de todo lo que sucedió en ese interminable consejo de ministros?: ¿“Hemos incumplido 146 de 195 compromisos”?, ¿"No quiero teatro"?, ¿"Hay feminismos que destruyen al hombre"? Queda pensarse dos veces las noticias. Repetir que nuestra izquierda, que ha sido una resistencia a todas las violencias, no merece este simulacro de nada –y lamentar, una vez más, que el país sea lo de menos–, pero sobre todo caer en cuenta de que están jugándosela toda por un gobierno que solamente sea un relato. Y hay que vivir con estos liderazgos inescrupulosos e improvisadores sin rendirse a sus modos. Y hay que pensarse, de paso, un progresismo que sea serio.
Que sea lo opuesto al trumpismo. Que no crea que empezó con Petro. Que no solo en campaña le huya al sectarismo. Que no desprecie los dramas de la clase media.
Que evite que la derecha sea el refugio de la libertad de expresión, y además vuelva propio el asunto de la seguridad. Que asuma el Estado y sepa hacer la paz. Y no condene a fantasía el anhelo de la solidaridad.