Por qué aquí nada es tan grave si todo es gravísimo: un país que sobrelleva como un hecho de la vida las sordideces del círculo que lo gobierna –la campaña presidencial plagada de cifras sin explicar, la confesión del hijo no criado por el presidente, el cohecho de miles de millones de la UNGRD, la destrucción tan cínica del sistema de salud, la sombra del zar del contrabando, la aniquilación de cualquier nombre que levante la voz, la sustitución de la istración de lo público por la propaganda sucia, la claudicación ante este ministro del Interior con seis procesos en los laberintos de la justicia, el llamado oficial a un estallido social que justifique una consulta popular, la traición a las causas sociales– es un país educado por el delirio.
Un país ciego al conteo de muertos de nuestra guerra; resignado a los titulares de la corrupción; enseñado a despreciar las instituciones democráticas; fundado para ser timado.
Ya le creo poco, pero le creo al señor presidente cuando grita que sí va a irse cuando le toca: su yo ve republicano al Libertador Bolívar, pero su superyó –como el de Uribe– sabe que los dictadores son los villanos de la historia. Y, sin embargo, pienso que, empujados tanto por su corte de inescrupulosos como por ese monólogo suyo que busca ser provocador, pero que en Colombia despierta violencias, andamos viviendo el momento tan temido en el que estamos probando qué tan fuertes son nuestros contrapesos: qué tan honorable es el Congreso, qué tan justas son las cortes, qué tan seria es la Fiscalía, qué tan útiles son los organismos de control, qué tan críticos son los medios, qué tan cuerda es la ciudadanía, qué tan moral es esta cultura moralista. Qué tan fuertes estamos, en fin, para superar el trastorno nacional.
Sí es extraño este episodio. No es normal nuestro país. Puede que nos parezca colombiana la foto en la que esos ministros tan risueños como cuestionados presentan de nuevo la consulta popular –que cayó en el Senado hace unos días– con la ilusión de remedar desde el poder la movilización social que los trajo hasta el poder, pero no por ser colombiana deja de ser rara ni deja de ser grave. Quién a estas alturas puede confiar en esa foto. Quién que haya oído al ministro de Salud, un médico que tiende a despreciar el “ante todo, no hagas daño” que se le atribuye a Hipócrates, puede ponerse en sus manos. Yo no. Ver ese retrato es recordar que muchos creemos en las causas sociales, pero esa gente, la que se las apropia, no: ellos están disputándose el poder que logra los vencimientos de términos.
Es cierto que este gobierno tampoco fue el cambio que tantos han prometido en vano, sino la reedición del moralismo sin moral ni ética –el Grito de Independencia que va a dar a la Patria Boba– que nos ha varado en la violencia: cuenta Marx que Bolívar permitió los saqueos y las violaciones del primer Bogotazo, el 12 de diciembre de 1814, apenas su ejército de federalistas derrotó al ejército de centralistas. Es cierto que desde 2023 hemos visto la cumbre del “que todo cambie para que todo siga igual”, pero, como es imposible renunciar a la esperanza, es verdad también que más allá de los gobiernos seguimos teniendo líderes firmes –pienso en el comisionado Leyner Palacios o el padre Antún Ramos en Bojayá– que han sobrevivido a los violentos para dar la noticia de que no hay por qué matarse, y reclamar el cambio de verdad: la convivencia reconciliadora.
Son días tensos, tensísimos. Pero hay negociadores de paz, congresistas conciliadores, magistrados dignos, fiscales valerosos, vigilantes demócratas, periodistas claros y ciudadanos solidarios que viven para recordarnos que esto no es solo un sino: que esto a veces sale bien.
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