En 2012, sobrevolando la selva chocoana en un helicóptero rumbo a Medellín, Malcolm Deas, historiador inglés que ha dedicado sesenta años a la historia colombiana, estaba sentado en el piso junto a veinte personas más. Sostenía en sus manos una pequeña palmera que le había regalado una organización de mujeres campesinas en el lanzamiento del programa Poder Pacífico, de Manos Visibles.
Durante el encuentro, los istas instaron a poner al Chocó en la agenda nacional, todo esto en el marco de un paro minero. Las palabras tuvieron eco y se tomaron el aeropuerto. Las horas de espera nos permitieron entender lo que significa estar al margen del margen, con una carretera de sesenta kilómetros hasta hoy llamada la trocha de la muerte, sin vías ni hospitales, corrupción, violencia, etc., y a la par, la potencia de su gente y una naturaleza que nos había conmovido por su belleza los días del evento.
Era la primera vez que Malcolm estaba en el Chocó, y en ese viaje su acercamiento al Pacífico con fascinación, calma y perspectiva me permitía contemplar la mirada de ese historiador que ha hecho tanta historia, con quien en ese momento estaba celebrando casi diez años de amistad.
En tiempos de incertidumbre, Malcolm emerge con esa comprensión de la historia colombiana que siempre trasciende el fatalismo. Al leer el libro publicado por la Universidad del Norte que Adolfo Meisel, su rector, me obsequió, sentí la necesidad de escribir otro capítulo no solo sobre el legado de un gran historiador que ha forjado su propia historia al influir y trascender en otros, sino también la profundidad de su humanidad.
En el año 2003, cuando fundamos y presidí la asociación de estudiantes colombianos de la Universidad de Cambridge, conocí a Malcolm. Es increíble que hayan pasado veinte años. Lo invité al primer ciclo de conferencias sobre Colombia. Esa Paula de veintitrés años le escribió, y él no dudó en aceptar, ahí comenzó nuestra historia. Después de su conferencia, cenamos y él me orientó en mi disertación, conectándome con expertos en biodiversidad y desarrollo. Desde entonces, Malcolm ha sido un faro que proyecta luces que marcan mi camino. El afecto y la amistad han crecido con el tiempo, y cuando ha estado en Colombia nos encontramos en su casa o en su restaurante favorito, La Table de Michel.
Recuerdo cada momento en que he acudido a Malcolm en busca de sabiduría y consuelo. Él siempre ha estado ahí. Cuando me ofrecieron un cargo en el Gobierno, fue la primera persona que consulté. Le pregunté si consideraba que a mis veintiocho años era capaz, y él, sin dudar, me dijo que sí, pero además se empeñó, con la discreción que lo caracteriza, en que todo saliera bien. En el momento del nombramiento, me escribió una lista de consejos: “Recuerda asumir esta posición con prudencia y honestidad. Aférrate a tu familia y a las personas más cercanas a ti. Búscate un buen abogado y no firmes nada sin tu visto bueno. No te dejes distraer por los comentarios y acontecimientos del día. Siempre deja espacio para construir y priorizar lo que vas a entregar cuando termines. Sé muy selectiva en las cosas a las que prestas atención...”. En esa época, cuando tenía mis crisis existenciales, al llegar a su casa él preparaba un té inglés delicioso y sacaba nuestras galletas favoritas, las morenitas, y me preguntaba: ¿no te sientes mejor? Con morenitas todo es mejor, y me sentaba con una sonrisa en la mecedora de ese apartamento lleno de libros para después conversar y entender que nada era ni tan radical ni tan grave, que no debía personalizar y que mi tarea era manejar de forma práctica los desafíos.
En tiempos de desorientación y pocas señales de confianza y esperanza, esa perspectiva edificante a pesar de todo, de Malcolm hacia el país es tan necesaria, tal como la historia que él ha escrito en mí, que es una suma de actos de fe, e involucrarse para promover con determinación que otros escriban la historia que queremos leer.
PAULA MORENO
En Twitter: @paulamorenoz