Pertenezco a una generación de feministas que tuvo que aprender a debatir, pues el solo hecho de nombrarse feminista en los años 70 del siglo pasado era muy complicado. Además, algunas de nosotras tuvimos como caballitos de batalla volver legal el aborto, es decir, despenalizarlo.
Debates duros con pocas concesiones, debates de los cuales a veces salíamos mal pero con lecciones aprendidas, porque cuando un debate está bien llevado y existe una clara disposición de parte y parte para escuchar, en un ambiente despojado de agresividad, con espacios para intervenir, pues uno aprende y aprende mucho.
Cuantas veces me tocó escuchar pacientemente algunos representantes intransigentes de la Iglesia o amigos y amigas católicas, médicos y médicas con sus argumentos duros en defensa de la vida o también tenaces historias de mujeres que habían abortado, sin olvidar algunos filósofos, filósofas con sus argumentos centrados sobre la ética. Debates que podían durar tardes enteras, pero de una riqueza argumental que no hacía sino nutrirme y darme más fuerza para convencer públicos difíciles.
Me tocó abandonar las emociones y el apasionamiento que ciega y no resuelve nada y disponerme a escuchar, escuchar, trabajar, leer y llenarme de argumentos que aprendía de los debates que circulaban en estos tiempos.
Es así como logré poco a poco bajar la voz y recurrir a los matices, a los grises y a los tonos que abren espacios porque, y esto ya lo sé ahora, el mundo de las ideas es muy rara vez en blanco y negro.
Ahora cuando me invitan a almorzar con amigos o amigas, estoy prevenida y enseguida me invade la duda de si podremos debatir este o aquel tema.
¿Y por qué les cuento esto? Pues porque siento que hoy los debates, los grandes debates de sociedad y muy particularmente los debates políticos, sociales o culturales, se están volviendo imposibles. Imposibles e inútiles porque se bloquean muy rápidamente y no permiten avanzar. Es extraño, pero ahora cuando me invitan a almorzar con amigos o amigas, estoy prevenida y enseguida me invade la duda de si podremos debatir este o aquel tema, cosa que no me pasaba hace unos años.
Y sí, hablar del presidente Petro y de su paz total, hablar de la reforma de la salud, hablar de Venezuela o incluso de una serie o una película se ha vuelto un imposible y nos ahogamos entre la gente que piensa tener la razón, una razón sin discusión posible. E incluso, les cuento que en mi viejo grupo Mujer y Sociedad hoy estoy evitando algunos debates políticos porque sé que podríamos llegar a fisurar el grupo, un colectivo que pudo atravesar muchos acontecimientos políticos y debates duros durante casi 40 años.
Pareciera que nos invadió una especie de incapacidad o miedo a confrontarnos con las discusiones políticas contemporáneas y, peor aún para nosotras, con algunos debates relacionados con el feminismo o, más exactamente, con los feminismos actuales.
Ni hablar de internet. Como lo dice el intelectual Jean Birnbaum: "las redes sociales son hoy un teatro de sombras, donde el debate es muy a menudo reemplazado por la rabia, y donde cada uno teme encontrarse con un contradictor que se vuelve un enemigo". O lo que decía Albert Camus hace décadas, pero con plena vigencia en el presente: "hoy nos ahogamos entre gente que cree tener radicalmente la razón".
Reivindico entonces el coraje y el valor de las personas que argumentan con matices o, como dice el mismo Birnbaum, con la radicalidad de los matices.
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad