Ser sede de la COP16 ha permitido que el país les dé a los temas ambientales la relevancia que estos exigen. Y más en un contexto de deterioro de los ecosistemas con consecuencias directas para la vida de la gente, como ya se puede ver con la escasez de agua en Bogotá.
En este sentido, las cifras reveladas ayer en primicia por este diario y correspondientes a un informe de la iniciativa ciudadana Parques Nacionales Cómo Vamos (PNCV) sobre la cantidad de hectáreas protegidas –125.745– que se han perdido en el país en los últimos once años deben encender todas las alertas. La Amazonia es la región más afectada, pero no se puede perder de vista la tragedia ambiental que se vive en el nudo de Paramillo. Un patrimonio de la humanidad, como el parque Chiribiquete, cada vez está más vulnerable a la acción de los deforestadores. En este lapso perdió nada menos que 9.600 hectáreas.
De nada sirve declarar una zona como parque nacional si esta declaratoria no se traduce en una presencia sólida del Estado.
No sobra recordar que se trata de lugares que han merecido esta salvaguarda por su riqueza natural y por su importancia fundamental para el cuidado de la vida. Son enclaves del país en los que el crimen organizado ha puesto sus ojos para echar a andar sus negocios. Se dedican a extraer madera y fauna, a cultivar coca, pero sobre todo a acaparar tierras. Este es, según coinciden los expertos, el verdadero motor de la tala. Para ello se construyen infraestructuras ilegales y se amedrentan y cooptan funcionarios, cuando estos están presentes.
Lo concreto y urgente aquí es entender que de nada sirve declarar una zona como parque nacional desde un escritorio en Bogotá si esta declaratoria no se traduce en una presencia sólida del Estado para hacer efectiva la protección, así como en recursos: hoy se destinan 1,5 dólares por hectárea, cuando este monto debería estar entre 5 y 8 según PNCV. Presencia que en muchos casos tiene que incluir la protección del área y de los guardaparques –13 de ellos han sido asesinados en el país desde 2016– por la Fuerza Pública, ante el acecho de los ilegales, pero que también debe darse en términos de colaboración y diálogo con las comunidades para construir legitimidad. Para que tenga éxito, la conservación debe ser inclusiva.
En suma, los esfuerzos tienen que hacerse en múltiples direcciones. No puede ser que, en zonas como el Guaviare, las disidencias de las Farc le lleven la delantera al Estado en una tarea tan básica como la de elaborar un catastro, tal y como lo denunció esta semana el diario El País de España. Es necesario también que avance la iniciativa que obliga a la carne que se vende en el país a tener una trazabilidad, para que se sepa si viene de zonas deforestadas. Decir que está en juego la vida suena a lugar común tristemente desgastado, pero es así. Y debe ser razón suficiente para que cada persona ponga de su parte, con decisiones conscientes a la hora de consumir, pero también para que el Estado se movilice con rigor y convicción en pos de una causa que requiere, además, el apoyo internacional. Los avances no pueden estar supeditados únicamente a los acuerdos que se alcancen con los grupos ilegales. Y aquí no solo pierde Colombia: las consecuencias de la pérdida de biodiversidad las sufre la especie entera.