Si algo ha movido la historia de la humanidad, además de las guerras y las tormentas, es la inagotable búsqueda de la gran explosión en la planta baja. Sí, el orgasmo, esa gloriosa sacudida que ha sido venerada, perseguida, ignorada y hasta diagnosticada como enfermedad, dependiendo de la época y de quien estuviera a cargo de decir qué era moralmente aceptable en el catre.
Los primeros registros sobre el asunto no tienen nada de discretos. En el Antiguo Egipto se creía que el Nilo fluía gracias a la eyaculación del dios Atum.
En la Grecia clásica, la cosa era aún más relajada: dioses, filósofos y ciudadanos de a pie veían el aquello como un placer que no solo era natural, sino prácticamente obligatorio. Mientras Sócrates se preguntaba sobre la virtud, otros preferían investigar la resistencia del colchón.
Pero llegó la Edad Media y con ella, la histeria. De repente, lo que antes era un derecho pasó a ser un peligro moral, una tentación demoníaca y, para las mujeres, prueba fehaciente de brujería. No exagero: si una dama de la época parecía disfrutar demasiado en el catre, podía acabar en la hoguera más rápido que una herejía bien pronunciada. Y mientras los monjes predicaban el autocontrol, los médicos de la época aseguraban que un exceso de placer podía provocar locura. Como si la locura no fuera, precisamente, prohibir algo que la naturaleza incorporó con tanto esmero.
Con la llegada de la Ilustración, la ciencia empezó a meter mano en el tema, pero no necesariamente para bien. Se pasó de la condena religiosa al análisis clínico, y de ahí a teorías tan pintorescas como la de Freud, quien decidió que no solo el orgasmo femenino existía, sino que había formas “correctas” e “incorrectas” de alcanzarlo. Según él, si una mujer no llegaba al éxtasis por el método tradicional, su madurez emocional estaba en entredicho. Maravilloso, Sigmund, gracias por agregar otro motivo de culpa en el catre.
Pero el siglo XX llegó con ganas de ponerle fin a tanta tontería. Masters y Johnson, con su rigor científico y su insaciable curiosidad, desmontaron siglos de mitos y demostraron lo que algunas ya sabían pero que no se atrevía a decirse en voz alta: la planta baja femenina no solo era perfectamente funcional, sino que tenía una ventaja evolutiva envidiable: el monopolio de los orgasmos múltiples. No es poca cosa. Al mismo tiempo, el vibrador, que había comenzado como un aparato médico para tratar la “histeria”, fue democratizado y puesto en el mercado sin necesidad de consulta previa. De pronto, el aquello ya no era solo cuestión de instinto, sino de revolución, autonomía y placer sin culpa.
Hoy, el orgasmo ha dejado de ser un tabú y se defiende con la misma vehemencia que cualquier derecho fundamental. Se le estudia, se le celebra, se le exige y, por supuesto, se le disfruta.
Y aunque todavía quedan reductos de ignorancia, Freud rezagados y predicadores que insisten en verlo como un problema, la historia nos ha dejado claro que el placer no es un lujo, sino un derecho innegociable de la planta baja.
Y como dijeron los griegos hace siglos: “Conócete a ti mismo”. Nada más cierto. Especialmente en este asunto. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Para EL TIEMPO